En la monarquía absoluta, respaldada por la Iglesia Católica, los reyes adquirían su autoridad por derecho divino. El soberano sólo respondía por sus actos ante Dios y, por consiguiente, era su representante en la tierra. Su poder era absoluto y su capacidad no podía ser cuestionada.
Fernando VII fue un monarca absoluto, cuyo escaso desarrollo intelectual no le permitía entender el arte de gobernar. En esta novela, un personaje de ficción, Manuel, vive en la cercanía del rey durante toda la vida de este y es, por lo tanto, testigo de primera fila del destino de amigo y señor Fernando, quien vivió siendo avasallado por los apostólicos, que representaban a la Iglesia, y por los herejes, según aquella, que representaban al mundo liberal-masónico.
La guerra entre ambas facciones fue abierta y declarada y llevó a España a décadas de desolación. Pero Fernando estaba al margen, sus problemas eran mundanos y no políticos. Sufrió con sus esposas, por ser superdotado en su virilidad, pero se desquitó con las niñas de Pepa La Malagueña, disfrutó en exceso con la comida y la bebida y halló la plena felicidad jugando al billar y observando las corridas de toros. Todo ello lo atestiguó de cerca su sirviente y amigo Manuel.